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Con el agua por los tobillos

La vida está llena de líneas rectas, también hay meandros, sinuosos y escasos de caudal. A unos les toca discurrir por autopistas derechas, con pocos obstáculos y sin apenas peajes. A otros, subidas escarpadas, barrancos profundos y veredas donde las facturas te aprietan tanto el cuello que no te dejan respirar. Quizá sea la vida una caprichosa, un niño pequeño acostumbrado a tener todo lo que quiera con un par de gimoteos como único esfuerzo por hacer. Quizá sea así. Después están las medianías, los recorridos que sin ser directos, tampoco son despeñaderos. No te llevan al Jardín Tecina, te dejan en un tres-cuatro estrellas cualquiera, de ciudad y sin piscina ni bufet libre. Que están bien, pero que no son lo que soñaste, lo que te pensaste, ni lo que te esforzaste. Son otra cosa, otra vida. Todo ha sido un poco así, con todos los ascensores fuera de servicio y solo una estrecha escalera detrás de una puerta de emergencias imposible de abrir y por la que te toca subir. Cada paso, cada peldaño ha costado el doble, el triple. Atrapado en uno de esos atascos en el que tu carril no es el detenido, pero tampoco el que más rápido avanza. Ves los audis alejarse por tu izquierda. Los ves y sientes un poco de nostalgia porque si miras atrás ahí está el seat 1430 del que vienes y cuyo tubo de escape siempre se rompía. Ay, aquellos sillones de escay negro… Deseas el piso con vistas al mar, diáfano, con muebles de ikea y electrodomésticos de marca. Hay una claraboya. Te imaginas mirando al horizonte con una copita de rioja entre los dedos justo antes del almuerzo. Aunque no te gusta el vino, te dejas abrazar despierto por la utopía. Y al rato, porque nada es eterno, vuelves a ti a través de la ventana y tropiezas con la fachada descascarillada del edificio de enfrente. Sabes que cada día está peor. Siempre has llegado a los sitios por el camino más enrevesado, más difícil. Cuanto más soñabas, más se alejaban los destinos. Te preparas, te esfuerzas, luchas y nadie te ve. Nadie te mira. Eres una de esas llaves perdidas en una mesilla de noche. Abres alguna puerta, pero vete a saber cuál. Y la historia se repite mil veces, como si hubiera alguien encargado de ir poniéndote señales de giro obligatorio a la derecha a cada paso. La incapacidad está en ti, pero sobre todo en los ojos de los otros, de los demás. Y a pesar de todo sonríes, vives, te mantienes. Deseas esa silla tan rumbosa de los domingos, esa que les regalan a todos los que llegan, pero te tienes que comprar una giratoria para el escritorio, que la tuya se ha desfondado. Algún día te regalarán a ti ese gorro tan bonito rojo, tan valiente, tan europeo, que no es nada útil y que posiblemente nunca te pongas, que está justo al final de la lista de todas tus urgencias y necesidades del día a día. Y el sueño se te desvanece en un suspiro porque sabes que deja ver dijo un ciego, que nunca vio. Y en ese trance, el de anhelar y al mismo tiempo ser consciente de los límites de los que son como tú, estás atrapado. Cauce abajo, por tu meandro, con el agua por los tobillos en pleno mes de agosto. Sin poderla beber, ni remojarte. A lo lejos, al final una playa a la que no sabes si llegarás, un mar en el que no te bañarás, lleno de gente que lo tiene todo y que de tanta hartura ya no quiere nada.

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